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jueves, 27 de junio de 2024

MUJERES QUE HICIERON HISTORIA: MARY WOLLSTONECRAFT.


Fue una mujer del siglo XVIII capaz de establecerse como escritora profesional e independiente en Londres, algo rarísimo para la época. Publicó cuentos, novelas y ensayos; uno de ellos, Vindicación de los derechos de la mujer (1792), estableció las bases del feminismo moderno y eso la convirtió en la mujer más famosa de Europa de su tiempo. Se marchó sola a París en mitad de la Revolución y vivió allí (o sería mejor decir sobrevivió, porque casi todos sus amigos fueron guillotinados) los angustiosos años del Terror. Además, tuvo una hija natural con un aventurero norteamericano y luego otra (la que se convertiría en Mary Shelley) con el escritor británico William Godwin, con quien acabó casándose. Esta clase de vida era por entonces totalmente extraordinaria, y tuvo que pagar por ello un alto precio.

Mary era una demócrata radical, una perfecta hija de su tiempo, de ese siglo XVIII fulgurante y estrepitoso. Reformadores como ella había muchos: hombres que luchaban por el sufragio universal, por los derechos individuales, por la libertad, conceptos todos ellos que hoy nos parecen básicos e indiscutibles y que entonces resultaban revolucionarios. Pero cuando estos caballeros progresistas reclamaban el voto para todos, ese todos solo se refería a los hombres; cuando hablaban de derechos individuales, solo contemplaban los derechos de los varones; cuando mencionaban la libertad, excluían por completo la de la mujer.

Resulta difícil imaginar, desde hoy, ese mundo tan arbitrario e intelectualmente incoherente; pero de hecho la vida era así, feroz en la esclavitud que imponía a las mujeres y en la ceguera que el peso del prejuicio provocaba hasta en las mejores cabezas. Por ejemplo, el filósofo Locke, defensor de la libertad natural del hombre, sostenía que ni los animales ni las mujeres participaban de esta libertad, sino que tenían que estar subordinados al varón. Rousseau decía que «una mujer sabia es un castigo para su esposo, sus hijos, para todo el mundo». Y Kant, que «el estudio laborioso y las arduas reflexiones, incluso en el caso de que una mujer tenga éxito al respecto, destrozan los méritos propios de su sexo».

Mary nació en Londres, en 1759, hija de un tejedor que dilapidó una buena herencia por su afición a los caballos y al alcohol. Como era una chica, solo asistió brevemente a una mala escuela de barrio en donde apenas si aprendió a leer y escribir, mientras que su torpe hermano Ned recibió una instrucción completa en un buen colegio.

Este temprano agravio comparativo tuvo que arder en el corazón de Mary como una prueba evidente de la injusticia social, porque Wollstonecraft insiste una y otra vez en sus escritos en el derecho de las niñas a ser educadas, así como en la indefensión que las mujeres padecían por la falta de empleos para ellas. Y es que una chica decente de clase media solo podía ser niñera/institutriz, dama de compañía o maestra (pero maestra para señoritas, en un nivel ínfimo de la enseñanza). Tres oficios tristes y duros que Mary desempeñó desde los dieciocho hasta los veintinueve años (después vivió de sus escritos), intentando mantenerse a sí misma y a sus hermanas y rondando siempre la catástrofe económica. Pese a todas las dificultades, Mary no se rindió en su afán de saber, gracias a que los libros eran baratos y fáciles de obtener se formó de manera autodidacta.

Wollstonecraft llegó a París a finales de diciembre de 1792. En enero del 93 el rey Luis XVI fue guillotinado; en septiembre empezó el Terror. Durante el embeleso de los primeros años de la Revolución, un buen puñado de mujeres creyeron que la Declaración de los Derechos del Hombre también hablaba de ellas. Hubo cierto debate social, se crearon clubes de mujeres por todas partes, se publicaron manifiestos. Pero la dictadura de Robespierre acabó con todo este florecimiento democrático y humanista.

Wollstonecraft se libera en Francia de sus últimos prejuicios y, profundamente enamorada, se echa en los brazos de un aventurero norteamericano de treinta y nueve años, Gilbert Imlay, guapo, alegre y vividor. Queda embarazada, huyendo del Terror se refugia en Neuilly y vive allí tres meses de luna de miel y amor perfecto, mientras en París se prohíben los clubes de mujeres y ruedan las cabezas de sus amigos. La feminista Olympe de Gouges y Manon Roland son guillotinadas (la segunda, al subir al cadalso, dirá la famosa frase: «Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre»), y Condorcet condenado a muerte por Robespierre, sigue escribiendo sobre los derechos de la mujer escondido en un mísero piso hasta que, descubierto y detenido, prefiere envenenarse en su primera noche de cárcel. Mary sufre con todo esto, pero los brazos de Imlay son demasiado dulces: en medio de la sangre y del horror, ella es feliz.

El amor de Imlay, sin embargo, fue tan breve e insustancial como correspondía a su carácter, de modo que cuando Mary dio a luz él ya se había cansado: se marchó a Inglaterra y se puso a vivir con una actriz. Entonces la pasión despechada de Wollstonecraft adquirió dimensiones enfermizas: le siguió a Londres, le lloró, le reclamó, se intentó suicidar dos veces, una con láudano y otra arrojándose al Támesis. Con una hija a la que llamó Fanny, trató como pudo de sobrevivir al abandono, solamente el tiempo la ayudó, hasta que a la edad de treinta y siete años Mary comenzó una relación amorosa con su amigo William Godwin, escritor y demócrata como ella. Pronto queda de nuevo embarazada y se casan, aunque siguen viviendo en pisos separados. A finales de agosto de 1797 nace la futura autora de Frankenstein; diez días más tarde, devorada por la infección, muere Mary Wollstonecraft. Tenía treinta y ocho años.

Tras su fallecimiento, Godwin, ciego de pena, publicó toda su obra, incluyendo las cartas a Imlay. Él pensaba rendir así un homenaje a su mujer, pero en el mundo soplaban ya los vientos reaccionarios y los conservadores aprovecharon la irregularidad de la vida de Mary (sus intentos de suicidio, sus relaciones sexuales pecaminosas) para acabar con su memoria. Se la demonizó y ridiculizó, desvirtuando el sentido de sus trabajos. Durante siglo y medio consiguieron enterrarla en un conveniente estereotipo circular: era una loca, una desgraciada, una inmoral, una feminista; las feministas eran inmorales, desgraciadas, locas.

Al morir, Mary estaba trabajando en su segunda novela, María o los males de la mujer, en la que contaba la historia aterradora de una mujer a quien su marido ha encerrado en un manicomio para librarse de ella (una situación al parecer bastante común en la Inglaterra de esa época: la mujer casada era una propiedad del esposo y carecía de todo derecho). La novela empieza haciendo una referencia peyorativa a las novelas góticas tan de moda entonces: el horror de esos castillos llenos de fantasmas, dice, no es nada comparado al horror de la «mansión de desesperanza» en la que la protagonista se encuentra; al horror, en fin, de la vida misma. Irónicamente, apenas veinte años más tarde su hija Mary iba a escribir una novela gótica como las que a ella tanto le irritaban: pero una novela muy bella, ese Frankenstein en cuyo doliente monstruo algunos han querido ver el emblema de las mujeres sojuzgadas. «¿He de respetar al hombre cuando me desprecia?», dice el monstruo. «Por doquier veo felicidad, de la que estoy irrevocablemente excluido». Es el mismo sentimiento de exclusión de la vida (la imposibilidad de tener una existencia plena) que experimentaban las mujeres del siglo XIX, atrapadas por la convencionalidad y los prejuicios.
Tendrían que pasar cien años para que los europeos admitieran a las mujeres en sus universidades, y el voto femenino no se conquistó hasta bien entrado el siglo XX (en España durante la República, en Francia en 1945). El conmovedor monstruo de Mary Shelley solo quiere un trato humano e igualitario: pero nadie le entiende y acaba muriendo en la infinita soledad polar, inmolado en su propia pira. Como Mary Wollstonecraft, ardiendo de razón y de pasión en un mar de incomprensión y hielo.

Resumen del capítulo 2 Rosa Montero
Del libro de MONTERO, Rosa: “Nosotras – historias de mujeres y algo más” (2018) Editor digital Titvillus 17/11/2020

___________Adriana Peñalva Santander
Profesora de Lengua y Literatura. Miembro activo del Espacio de Lectura y Escritura: "Leo, luego existo."
 
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