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sábado, 13 de mayo de 2023

ENSAYO - Las voces primeras, nuestros libros.

Estamos hechos de sonidos, sin dudas. Desde los primeros gorjeos y las repuestas en las miradas maternas, en los encuentros amorosos de los brazos que acogen nuestros llantos. Al estar rodeados de palabras y ser sostenidas, en los primeros momentos de nuestra existencia, en la casa imaginaria – como dice Yolanda Reyes. En ese tiempo, acunadas en el nido de voces, en el que aprendemos las melodías y prosodias del maternés, es donde las mujeres nos iniciamos en la intuición, en la percepción y la palabra. Allí se originan nuestros relatos personales y aquellos con los que alimentamos nuestro imaginario.
Las mujeres del siglo pasado, muchas de ellas, semianalfabetas y pueblerinas. A fuerza de repetir rezos y oraciones, nos hacían cómplices de peticiones caseras, amorosas y casi imposibles. Así nos entrenaban en la paciencia de lo inesperado; en la sucesión de mantras, encender velas, adorar estampas, doblar rodillas milagrosamente, se daban palabras santas e impolutas. A temprana edad nos inculcaban el poder intermediador de la fe ancestral, doblegando rodillas ante el santoral heredado por el altar familiar. La influencia de las mujeres en las niñas era a diario, porque tras colgar el delantal de la cocina, reunían a sus nietas en torno a la mesa, al fogón, al nido. Allí se compartían las historias, las suyas y la de las otras mujeres. Porque se debía aprender por imitación o lejos de ella. Porque no habían libros colgados en los estantes y, si los habían, eran pocos. Porque leer, en esos pueblos, sólo evidenciaba holgazanería. Porque había que inventar momentos, como para amar, hacerlo a escondidas. Eran voces, eran palabras, eran nuestros libros; los de la vida.
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