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lunes, 26 de junio de 2023

LITERATURA: JUANA DE IBARBOUROU


Mi casa tan lejos del mar
mi vida tan lenta y cansada.
¡Quién me diera tenderme a soñar
una noche de luna en la playa!

Morder musgos rojizos y ácidos
Y tener por fresquísima almohada
un montón de esos curvos guijarros
que ha pulido la sal de las aguas.

Dar el cuerpo a los vientos
sin nombre
bajo el arco del cielo profundo
y ser toda una noche, silencio,
en el hueco ruidoso del mundo.

EFEMÉRIDES: 26 de junio



1819
Nace Juana Manso (1819 - 1875), escritora,
educadora y periodista. Es considerada una de
las precursoras más destacadas de la educación
femenina y defensora de la emancipación de la mujer
en Argentina. Fue pionera del periodismo feminista.
En 1852, funda en Brasil, O Jornal das Señoras,
publicación destinada al “mejoramiento social y la
emancipación de la mujer”.




1880
Nace la escritora estadounidense Helen Adams Keller
(1880 - 1968). Su vida fue un ejemplo de valentía y
tenacidad. Ciega y sordomuda desde los 19 meses,
fue educada por la pedagoga Anne Sullivan Macy,
quien le enseñó el lenguaje de los sordomudos.
A través del sistema Braille Keller aprendió varios
idiomas. En 1907 se graduó en la universidad con
el título de Magna cum laude. En 1902 publicó La
Historia de mi Vida.





1892
Nace la novelista estadounidense Pearl Buck (1892
- 1973), ganadora del Premio Nóbel de Literatura
1938. Su novela La Buena Tierra obtuvo en
1931 el Premio Pulitzer. Su obra está infl uida por la
historia china, producto de su larga estadía en en
ese país. Otras novelas, como La Semilla del
Dragón (1942) y La Promesa (1943), apoyan la
lucha de ese país contra el imperialismo japonés.




Por: Hilce L Dìaz.

miércoles, 21 de junio de 2023

"La llave “de Luisa Valenzuela (1938)

Luisa Valenzuela: Periodista y escritora argentina. Primera escritora mujer en recibir el premio Carlos Fuentes, en el año 2019.


Una muere mil muertes. Yo, sin ir más lejos, muero casi cotidianamente, pero reconozco que si todavía estoy acá para contar el cuento (o para que el cuento sea contado) se lo debo a aquello por lo cual tantas veces he sido y todavía soy condenada. Confieso que me salvé gracias a esa virtud, como aprendí a llamarla, aunque todos la llamaban feo vicio, y gracias a cierta capacidad deductiva que me permite ver a través de las trampas y hasta transmitir lo visto, lo comprendido. Ay, todo era tan difícil en aquel entonces. Dicen que sólo Dios pudo salvarme, mejor dicho, mis hermanos –mandados por Dios seguramente–, que me liberaron del ogro. Me lo dijeron desde un principio. Ni un mérito propio supieron reconocerme, más bien todo lo contrario. Los tiempos han cambiado y si he logrado llegar hasta las postrimerías del siglo XX algo bueno habré hecho, me digo y me repito, aunque cada dos por tres traten de desprestigiarme nuevamente. Tan buena no serás si ahora te estás presentando en la Argentina, ese arrabal del mundo, me dicen los resentidos (argentinos, ellos). Aun así, aun aquí, la vida me la gano honradamente aprovechando mis condiciones innatas. Me lo debo repetir a menudo, porque suelen desvalorizarme tanto que acabo perdiéndome confianza, yo, que tan bien supe sacar fuerzas de la flaqueza. De esto sobre todo hablo en mis seminarios: cómo desatender las voces que vienen desde fuera y la condenan a una. Hay que ser fuerte para lograrlo, pero si lo logré yo que era una muchachita inocente, una niña de su casa, mimada, agraciada, cuidada, cepillada, siempre vestida con largas faldas de puntilla clara, lo pueden lograr muchas. Y más en estos tiempos que producen seres tan aguerridos. Dicto mis seminarios con importante afluencia de público, casi todo femenino, como siempre casi todo femenino. Pero al menos ahora se podría decir que arrastro multitudes. Me siento necesaria. Y eso que, como dije al principio, una muere mil ve-ces y yo he muerto mil veces mil; con cada nueva versión de mi historia muero un poco más o muero de manera diferente. Pero hay que reconocer que empecé con suerte, a pesar de aquello que llegó a ser llamado mi defecto por culpa de un tal Perrault –que en paz descanse–, el primero en narrarme. Ahora me narro sola. Pero en aquel entonces yo era apenas una dulce muchachita, dulcísima, ni tiempo tuve de dejar atrás el codo de la infancia cuando ya me tenían casada con el hombre grandote y poderoso. Dicen que yo lo elegí a mi señor y él era tan rudo, con su barba de color tan extraño... Quizás hasta logró enternecerme: nadie parecía quererlo. Cierto es que él no hacía esfuerzos para que lo quisieran. Quizá por eso mismo me enterneció un poco. No trato este delicado tema en mis seminarios. Al amor no lo entiendo demasiado por haberlo rozado apenas con la yema de un dedo. En cambio, de lo otro entiendo mucho. Se puede decir que soy una verdadera experta, y quizá por eso mismo el amor se me escapa y los hombres me huyen, a lo largo de siglos me huyen los hombres porque he hecho de pecado virtud y eso no lo perdonan. Son ellos quienes nos señalan el pecado. Es cosa de mujeres, dicen (pero tampoco quiero meterme por estos vericuetos, hay sobre el tema tanta especialista, hoy día). Digamos que sólo intento darles vuelta la taba, como se dice por estas latitudes; o más bien invertir el punto de vista. Desde siempre, repito, se me ha acusado de un defecto que si bien pareció llevarme en un principio al borde de la muerte acabó salvándome, a la larga. Un “defecto” que aprendí –con gran esfuerzo y bastante dolor y sacrificio– a defender a costa de mi vida. De esto sí hablo en mis grupos de reflexión y seminarios, y también en los talleres de fin de semana. Prefiero los talleres. Los conduzco con sencillez y método. A saber: El viernes a última hora, durante el primer encuentro, narro simplemente mi historia.

Describo las diversas versiones que se han ido gestando a lo largo de siglos y aclaro por supuesto que la primera es la cierta: me casé muy muy joven, me tendieron lo que algunos podrían considerar la trampa, caí en la trampa si se la ve de ese punto de vista, me salvé, sí, quizá para salvarlas un poquito a todas. Hacia el fin de la noche, según la inspiración, lo agrando más y más al ogro de mi exmarido y le pinto la barba de tonos aterradores. No creo exagerar, de todos modos. Ni siquiera cuando describo su vastísima fortuna. No fue su fortuna la que me ayudó a llegar hasta acá, me ayudó este mismo talento que tantos me critican. La fortuna de mi marido, que naturalmente heredé, la repartí entre mis familiares más cercados y entre los pobres. Al castillo lo dejé para museo, aunque sabía que nadie lo iba a cuidar y que finalmente se derrumbaría, como en realidad ocurrió. No me importa, yo no quise ensuciarme más las manos. Preferí pasar hambre. Me llevó siglos perfeccionar el entendimiento gracias al cual realizo este trabajo con concientización, como se dice ahora. El viernes por lo tanto sólo empleo material introductorio, pero las dejo a todas motivadas para los trabajos que las esperan durante el fin de semana. El sábado por la mañana, después de unos ejercicios de respiración y relajamiento que fue incorporando a mi técnica cuando dictaba cursos en California, paso a leerles la moraleja que hacia fines de 1600 el tal Perrault escribió de mi historia: “A pesar de todos sus encantos, la curiosidad causa a menudo mucho dolor. Miles de ejemplos se ven todos los días. Que no se enfade el sexo bello, pero es un efímero placer. En cuanto se lo goza ya deja de ser tal y siempre cuesta demasiado caro.” ¡La sagrada curiosidad, un efímero placer!, repito indignada, y mi indignación permanece intacta a lo largo de siglos. Un efímero placer, esa curiosidad que me salvó para siempre al impulsarme en aquel entonces –cuando mi señor se fue de viaje dejándome el enorme manojo de llaves y la rotunda interdicción de usar la más pequeña– a develar el misterio del cuarto cerrado. ¿Y nadie se pregunta qué habría sido de mí, en un castillo donde había una pieza llena de mujeres degolladas y colgadas de ganchos en las paredes, conviviendo con el hombre que había sido el esposo de dichas mujeres y las había matado segura-mente de propia mano? Algunas mujeres de los seminarios todavía no entienden. Que cuántas piezas tenía en total el castillo, preguntan, y yo les contesto como si no supiera hacia dónde apuntan y ellas me dicen qué puede hacernos una pieza cerrada ante tantas y tantas abiertas y llenas de tesoros y yo las dejo no más hablar porque sé que la respuesta se las darán ellas mismas antes de concluir el seminario. Las hay que insisten. Ellas en principio hubieran optado por una vida sin curiosidad, callada, a cambio de tantas comodidades. ¿Comodidades?, pregunto yo, retóricamente, ¿comodidades, frente a la puerta cerrada de una pieza que tiene el piso cubierto de sangre, una pieza llena de mujeres muertas, desangradas, colgadas de ganchos y seguramente un gancho allí, limpito, esperándome a mí? Todas ellas fueron víctimas de su propia curiosidad, me dicen los manuales y muchas veces también me lo señala la gente que participa en los talleres. ¿Y la primera?, les pregunto tratando de conservar la calma. ¿Curiosidad de qué tendría la primera, y qué habrá visto? Es mis épocas de joven castellana prisionera –sin saberlo– del ogro, la suerte, mejor llamada mi curiosidad, me ayudó a romper el círculo. De otra forma tengan por seguro que habría ido a integrar el círculo. La sola existencia de ese cuarto secreto hacía invivible la vida en el castillo. Se genera mucha discusión a esta altura. Porque yo presento las opciones, y entre todas escarbamos en las opciones, y curioseamos, y nos entregamos a actividades bellamente femeninas: desgarramos velos y destapamos ollas y hacemos trizas al mal llamado manto del olvido, el muy piadoso según dice la gente. 
Antes de terminar el trabajo del sábado retomo el tema de la llave, y así como mi ex esposo me entregó cierto remoto día un gran manojo de grandes llaves, yo les entrego a las participantes un gran manojo de grandes llaves imaginarias y dejo que se las lleven a sus casas y duerman con las llaves y sueñen con las llaves, y que entre las grandes llaves permitidas encuentren la llavecita prohibida, la de oro, y descubran qué habitación prohibida cierra esa llavecita, y descubran sobre todo si con la llave en la mano le dan la espalda a la habitación prohibida o la encaran de frente. El domingo transcurre generalmente en un clima cargado de espera. Las mujeres del grupo me cuentan sus historias, el momento de la llavecita prohibida se demora, aparecen primero las puertas abiertas con las llaves permitidas, las ajenas. Hasta que alguna por fin se anima y así una por una empiezan a mostrar su llavecita de oro: es-tá siempre manchada de sangre. Hasta yo a veces me asusto. A menudo afloran muertos inesperados en estas exploraciones, pero lo que nunca falta es el miedo. Como me sucedió a mí hace tantísimo tiempo, como les sucede a todas las que se animan a usarla, la llavecita se les cae al suelo y queda manchada, estigmatizada para siempre. Esa mancha de sangre. En mi momento yo, para salvarme, para que el ogro de mi señor marido no supiera de mi desobediencia, traté de lavarla con lejía, con agua hirviendo, con vinagre, con los alcoholes más pesados de la bodega del castillo. Traté de pulirla con arenisca, y nada. Esa mancha es sangre para siempre. Yo traté de limpiar la llavecita de oro que con tantos reparos me había sido encomendada, todas las mujeres que he encontrado hasta ahora en mis talleres han hecho también lo imposible por lavarla, tratando de ocultar su trasgresión. ¡No usar esta llave! Es la orden terminante que yo retransmito el sábado no sin antes haber azuzado a las mujeres. No usar esta llave... aunque ellas saben que sí, que conviene usarla. Pero nunca están dispuestas a pagar el precio. Y tratan a su vez de limpiar su llavecita de oro, o de perderla, niegan el haberla usado o tratan de ocultármela por miedo a las represalias. Todas siempre igual en todas partes. Menos esta mujer, hoy, en Buenos Aires, ésta tan serena con la cabeza envuelta en un pañuelo blanco. Levanta en alto el brazo como un mástil y en su mano la sangre de su llave luce más reluciente que la propia llave. La mujer la muestra con un orgullo no exento de tristeza, y no puedo contener el aplauso y una lágrima. Acá hay muchas como yo, algunos todavía nos llaman locas, aunque está demostrado que los locos son ellos, dice la mujer del pañuelo blanco en la cabeza. Yo la aplaudo y río, aliviada por fin: la lección parece haber cundido. Mi señor Barbazul debe estar retorciéndose en su tumba.

Por: Hilce L. Dìaz





martes, 6 de junio de 2023

RESEÑA: LOS HOMBRES ME EXPLICAN COSAS de Rebecca Solnit.

Este libro es anterior a movimientos como Ni una menos y #MeToo y pone en perspectiva histórica y mundial, entre otros temas, el problema de la credibilidad de las víctimas de violaciones, las luchas por los derechos de las mujeres y los movimientos de concientización y denuncia de los abusos que afectan en todo el mundo a la población femenina y con ella, a la población humana en su conjunto. Los hombres me explican cosas es una introducción a la obra sustanciosa de Rebecca Solnit y a su pensamiento cautivante y honesto. 

Esta obra, en particular, ha conmovido el debate internacional de los últimos años sobre la violencia contra las mujeres. Compilado y publicado en inglés por primera vez en 2014 , el volumen reúne ensayos sobre el silenciamiento del género femenino, desde el mansplaining hasta la pandemia de femicidios que afecta tanto a Oriente como a Occidente y que Solnit aborda como demostraciones de distinto grado de una misma enfermedad cultural que se expresa a través del odio a las mujeres. 

Crítica, aguda y elocuente es la narrativa de Rebecca Solnit en que los datos de las investigaciones no dejan de sorprender y confirmar su hipótesis

Lic. Hilce L. Díaz